Una historia horrible por los hechos que relata, al límite de lo
imposible. Tratada con una frialdad, una distancia, tan gélidas como la
blancura de las imágenes. En un mundo inmóvil y glacial, un hombre no acepta y
sigue peleando por encontrar a su hija. Brian Reynolds cautiva.
La historia empieza en
2005, cuando una niña de nueve años es raptada del carro de su padre que la
dejó sola mientras iba a comprarle un pastel, y se desarrolla en escenas
puntales y no cronológicas en 2011, 2012 y 2013.
El secuestro de
Cassandra (Alexia Fast) por un círculo de pedófilos dura casi una
década, mientras su padre , Matthew (Ryan
Reynolds) , su madre, Tina (Mireille
Enos)y dos policías , Nicole (Rosario Dawson) y Jeffrey ( Scott Speedman) aplican estrategias totalmente diferentes y a
veces opuestas para encontrar una solución : sea soportar o rechazar el duelo ,
buscar a la niña, liberarla , liberarse de la culpa, soportarse los unos a los
otros.
La cinta alterna los
diferentes puntos de vista, diferentes momentos de acción, o reflexión, encuentros
en diferentes lugares y momentos.
Resulta un poco difícil
al principio ubicarse en los diferentes tiempos de la narración, que va y viene
entre cuatro momentos distintos, a lo largo de ocho años. Sobre todo que las escenas exteriores pasan siempre
en invierno, cuando la nieve uniformiza tiempos y espacios. De la misma forma,
la fotografía disimula voluntariamente toda información geográfica. Las
cataratas del Niagara siguen congeladas, inmóviles y la cámara nunca se acerca
a las señales de tráfico, lo que impide leer cualquier nombre de ciudad.
En esta neutralidad exterior
se desarrollan dramas interiores.La arquitectura
interior es cuidadosamente escogida. Cada espacio tiene un significado
funcional y simbólico.
La hermosa disposición de la casa del
secuestrador aparece en la secuencia inicial, fascinante: una casa de madera y vidrio.
Líneas rectas, limpias, perturbadas por la presencia de pantallas. La televisión
con La Flauta mágica, pantallas de
vigilancia hacia afuera de la casa. La escalera baja a una puerta detrás de
otra puerta, controlada por un código. Atrás de esta puerta, otra pantalla da
la imagen en vivo de una mujer en un departamento. Imagen que acompaña a la
chica que vive ahí. En este cuarto sin ventanas, está encerrado un departamento
completo, sin armonía, sin orden, a la vez recamara, baño casi sucio, oficina.
No hay un solo rincón donde esconderse. La cautiva vive expuesta, su única ventana
es la pantalla donde la lejana mujer se mueve. Y, lo veremos más tarde, la pantalla
por la cual habla con los niños.
Agoyan compone imágenes
tan perfectas que perturban: el secuestrador visto en un espejo cuando observa
a la mujer, y dicta a la chica lo que debe decir a su pantalla. Es una comunicación
totalmente falseada, que rebota de un cuadro a otro, dentro y fuera de la
pantalla del espectador.
El segundo espacio
recurrente es la estación de policía, con estos pasillos amplios, impersonales
a la vez que funcionales, como los hay en Canadá, espacios administrativos eficientes
pero desprovistos de todo calor humano.
La pista de patinaje,
reconstitución adentro del frio espacio exterior, es el lugar de felicidad de
la chica antes de la abducción. Vista de lado cuando se trata de la presencia del
padre, de frente y con un encuadre amplio cuando se trata de los jóvenes patinadores,
será al final el lugar de la libertad recobrada por Cassandra.
El cuarto que domina
a las cataratas congeladas, desocupado, es, lo entendemos poco a poco el lugar
de trabajo dela madre. Es el lugar de una interacción a distancia entre secuestrador,
secuestrada y la madre, en una suerte de triangulo de manipulación. La hija consiguió
esta única recompensa, como un salario – condición para su “trabajo”. El secuestrador
introduce objetos, recuerdos del pasado de la niña, para provocar angustia, tal vez culpabilidad en la madre, y para
disfrutar de su sufrimiento. Ahí la madre también es cautiva, bajo el ojo
permanente de su hija y del secuestrador. Aunque no sepa que está integrada en el
juego del secuestro y que esta finalmente muy cerca de su hija.
La cinta es
aterradora sin mostrar ninguna imagen explicita de maltrato infantil, y en realidad
no es necesaria, ya que espectador las conoce. Lo más importante no es la intriga policiaca, las explicaciones sobre el funcionamiento de la red de pedofilia, o los métodos de trabajo de la brigada especial dela policía. Lo impactante es el modo de adaptación, de resiliencia de cada uno. El padre pelea abiertamente, la madre sufre en silencio y culpa al padre, la niña busca una forma sutil y prudente de negociar, la policía actúa. El jefe del secuestrado humilía. Y Mika, el secuestrador (Kevin Durand), es un maestro de frialdad, de distancia, de misterio. Nunca se sabe exactamente quién es, que gana con su tráfico, quien trabaja con él (salvo el hombre que manda al café para contactar a una nueva víctima). Su cara estilizada asusta con su media sonrisa, señal de un placer que parece obtener de un mundo secreto. Su control sobre sus emociones puede ser el resultado de una educación exquisita o
de un sadismo refinado. Único indico de humanidad y tal vez de explicación, la
escena con su jefe Vince (Bruce Greenwood) que le da clases de manejo de subordinados:
nunca considerarlos como amigos. La esperanza que se dibujó una fracción de
segundo, desaparece.
La película, angustiante,
sabe no caer en la explicación de todo y
deja espacio para silencios. Tampoco cae en la trampa de explicar, explorar la
mente de la víctima. El interior de Cassandra no nos será revelado nunca. Se queda
a nivel de una palabra mágica, la que repite bajo las ordenes de Mika, para
atraer a los niños, o la que salmodia a su padre , para reconectar con el
pasado, para hacer puente con la vida que tuvieron juntos, dejándolo como el único
tesoro que puede dejarlo en lugar de su
propia persona. El padre toma esta palabra como un indicio, un código a
descifrar para dar con los pederastas. Pero no tiene tal utilidad.
Al final de la cinta,
Cassandra es solo una imagen feliz de la niña que vuelve a patinar, sola, como
lo ha sido a lo largo de ocho años. Tal vez sea eso, el único y enorme daño que
se le ha hecho el encierro, el aislamiento.
El fotógrafo Paul
Sarossy y el compositor Mychael Danna hacen un gran trabajo para acabar de
construir el encierro en el cual se adentra, fascinado, el espectador.