Un regreso a los orígenes lleno de sorpresas, no todas
muy buenas. El precio del alejamiento y de la libertad puede ser muy elevado.
La difícil aceptación de la verdad puede llevar al enojo, la risa o la huida. Y
cada quien maneja sus errores como le plazca. O las aprovecha…
Ficha
IMDb
Obtener
el premio Nobel aporta fama, dinero y seguridad, una seguridad que podría dar
la fuerza para enfrentar viejos fantasmas. Daniel Mantovani (Oscar Martínez) ,
después de 30 años lejos de su Argentina natal , decide de repente cancelar sus
compromisos para responder a una invitación del alcalde de Parras, una muy
pequeña ciudad totalmente desconocida, a 700 km de Buenos Aires. Lo invitan a
recibir el máximo reconocimiento del pueblo, tal vez inventado especialmente
para él: la medalla de Ciudadano Ilustre.
Huyó de allá, dejando familia y novia, y, según lo que él mismo dice, pasó
cuarenta años y varios libros tratando de liberarse. Si Parras está en todos
sus libros, sigue sin embargo en su cabeza. Es momento de enfrentar los
demonios. Está convencido de que debe hacerlo solo.
Con
su pequeña maleta, sus anteojos y unos cuantos ejemplares de su última novela,
llega al aeropuerto de la ciudad más cercana. El chofer y el coche que mandaron
a recibirlo no son maravillas de modernidad o inteligencia y el funcionamiento
de ambos es bastante errático, lo que acaba en una noche en medio del campo,
con una llanta ponchada y sin teléfono celular para avisar.
El
hotel para VIP ofrece un confort muy relativo, pero todos están muy dispuestos,
inclusive el escritor, a hacer todo para que la estancia sea placentera.
Después
de las explicaciones por Cacho el alcalde (Manuel Vicente), de un desfile en el
camión de los bomberos con la Miss de la ciudad, de un encuentro con lectores
que hacen preguntas tontas, de la inauguración del monumento en su honor, nuestro
Premio Nobel puede dedicarse a reencuentros más personales. Por ejemplo, la exnovia
Nuria (Nora Navas) que dejó al irse hacia el mundo europeo, y que se casó con
el mejor amigo, Antonio (Dady Brieva).
Y
de repente el ambiente cambia. Lo que se presentaba como amable, afectuoso, se
torna angustiante, demasiado demandante o conflictivo: el concurso de arte, la
familia de la exnovia, cuya hija es la admiradora desinhibida. La estancia de
reconciliación de una ciudad con su héroe, de un escritor con sus raíces,
termina en una caza nocturna donde él es la presa.
¿Acaba?
Eso era sin contar con la astucia de un buen escritor que hace su miel con sus propios
desencuentros y con las desgracias de los demás. La escena final, de una
conferencia de prensa para lanzar la última novela, nos aprende que caímos en
la trampa: Mandovani no es inocente, nos manipuló, utilizó su visita a Parras,
utilizó a la gente. Todos fueron puro material para él, material literario,
material para el éxito. Nos quisieron hacer creer que él era la victima de personas
estúpidas, avaras, interesadas, egoístas, incapaces de entender que estaban
frente a un genio, y tal vez resentidas frente al éxito que el consiguió mientras
ellos quedaban en el olvido. Pero en su última mirada, directa hacia la cámara,
en plano muy cercano, se vislumbra una sonrisa irónica. Ríe bien quien ríe al último.
El círculo de la creación y del desprecio se cerró.
La
cinta parece nunca definirse. Tampoco los personajes. ¿Quién es bueno? ¿Quién
es inteligente? Queremos saber, para nuestra tranquilidad y nuestra buena
consciencia, de qué lado debemos estar. Y no podemos. Porque Mantovani dice
cosas muy sensatas y los pueblerinos se ven muy atrasados, muy alejados de la
vida, cultural, artística, creativa, sumidos en sus pequeñas preguntas y
preocupaciones. Son mezquinos. Casi monstruosos. Nos ponemos en los zapatos del
escritor, él que supo sacarse de ese mundo deprimente, frustrante y, sobre todo,
tan feo. él es un ser de una calidad superior, es parte de la elite y tiene
todo el derecho de portarse a veces un poco condescendiente y sarcástico.
Sin
embargo, algo molesta. Todo el tiempo. Porque él es demasiado impaciente,
porque sus esfuerzos son demasiado visibles, frente a situaciones que
finalmente son pasajeras. Porque no parece hablar realmente con su verdad,
salvo en su explosión al oír los resultados del concurso de arte. Pero, en
realidad es que él no aceptó las reglas del juego, enunciadas muy claramente en
la sutil presentación del alcalde. Para recibir hay que dar y Mantovani parece
cada día menos dispuesto a dar.
Las
últimas imágenes son las que sacan al espectador de su malestar: Mantovani nunca
quiso dar. Hizo como que se prestaba al juego del Ciudadano Ilustre solo para sacar más de los que ya había exprimido
y que habían sido su materia prima camino al Premio Nobel. Daniel Mantovani es
solo un parasito que transforma à la gente que lo rodea para su propio
provecho, relación que en realidad se nos había enseñado desde la escena con la
secretaria (Andrea Frigerio) antes del viaje.
Y
tal vez sea eso la verdad del trabajo de los escritores, esos vampiros de los
seres humanos normales.
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