Esta cinta de mediano metraje ofrece en un
tono nostálgico un intento de salvar una relación. Su delicadeza recuerda a Lost in Translation, y presenta paradójicamente Tokio como una ciudad de la intimidad.
Ficha IMDb
El dueño de una pequeña impresa de productos de belleza para hombres,
Sebastian (Ebon Moss-Bachrach) viaje a Tokio para proponer sus productos. Llega
con la cabeza llena de referencias culturales: películas, lugares, actores, escritores.
En el mismo vuelo viaja una mujer sola, Claire (Elizabeth Moss). Es fotógrafa,
pasea en la ciudad, de un lugar a otro.
Mientras él se debate en las citas de negocios, los problemas de
traducción y algunas confidencias a su amigo y traductor sobre el fracaso de su
matrimonio, ella trata de encontrarle sentido a la organización geográfica de
la ciudad.
Por coincidencia, los dos se alojan en el mismo hotel. Por
coincidencia van a cenar al mismo restaurante, él en taxi, ella en metro y con
muchas dificultades para encontrar el lugar. Se cruzan, intercambian unas
palabras. Por coincidencia la segunda noche, se cruzan en el mismo bar. Ella
entra cuando él sale después de admirar la elaboración así teatral de su
cóctel. Él le dice su nombre. Por coincidencia, la tercera noche, se ven en la
terraza del hotel. Ella le dice su nombre y acepta un paseo por el animado Shinjuku.
Una noche apasionada y triste no da la oportunidad de formular las preguntas
esperadas y la mañana lleva a una nueva separación, pero tal vez a la esperanza
que el reencuentro aporte soluciones.
Como Lost in Translation (Sofia
Coppola – 2003), la película usa de
las referencias, construidas y en parte falsas, que las culturas europeas y
japoneses tienen la una de la otra. Si, para los occidentales Japón significa Samurái,
Kurosawa, Takashi Kitano … para los japoneses Estados Unidos se concentra en Brooklyn
que representa la autenticidad gringa. En Tokio, las pantallas gigantes, los
cruceros invadidos de peatones, las tiendas de películas, de mangas, la
abundancia, contrastan con callecitas todas iguales, sumamente cuidadas y
señalizadas. La multitud aglutinada no impide los paseos solitarios. La
actividad frenética no impide la calma, la lentitud, el recogimiento.
Lo que al principio parecía coincidencia cobra poco a poco significado:
todo estaba organizado para intentar el reencuentro. Las etapas estaban
previstas como sendas oportunidades. El restaurante, el bar, el hotel, cada
coincidencia era un gancho que Claire, en realidad June, tenía la libertad de
agarrar para aceptar el contacto con Sebastian.
La última oportunidad que se dio la pareja es un ejemplo de
delicadeza, de respeto hacia las intenciones del otro. Es un acercamiento suave
y nostálgico, reconstruyendo los lazos del pasado y aceptando con precaución la
posibilidad de un nuevo futuro juntos, futuro que adopta la forma de un viaje
juntos a la ciudad de los templos, Kioto, a la profundidad de la tradición
japonesa.
Los dos actores logran expresar con sutileza el miedo y el deseo de
acercamiento, el temor a ser demasiado bruscos y romper algo tan frágil como un
amor que nace o renace. Sin parecerse en nada a Scarlett Johansson y Bill Murray,
en una historia que es más cuento que novela, los intérpretes transmiten la
misma delicadeza que la cinta de Sofía Coppola. Menos ruido, más intimidad,
menos abertura al mundo ruidoso de la inmensa capital. La cinta, tal vez por su
corta extensión, logra concentrarse en sus personajes, sus itinerarios, sus mundos
interiores. Los juegos entre planos, los reflejos en espejos y aparadores, los
grandes vidrios acentúan las soledades.
Una pequeña gran película, llena de tristeza y de esperanza.
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