La historia, real, de dos tontos que realizan el atraco del siglo, pero
no pueden hacer nada con su botín. Más allá del relato del robo, es la
presentación de una época, de una familia y una amistad. El uso de la música es
particularmente notable.
Ficha IMDb
Diciembre 1985, las familias
mexicanas preparan la navidad con las ansias de cada año, y un poco más, unos
meses apenas después del horrible temblor de septiembre. Dos estudiantes de
veterinaria y amigos entrañables no tienen realmente un espíritu navideño. Juan
Nuñez (Gael García Bernal) no se lleva muy bien con su familia, en particular
con su padre (Alfredo Castro), un médico estricto, exigente, hasta intolerante.
Como su abuelo acaba de fallecer, recae sobre él la responsabilidad de vestirse
de Santa Claus par entregar los regalos a sus sobrinos y primos. Por su parte, Benjamín
apodado Wilson (Leonardo Ortizgris) tiene que cuidar a su padre, gravemente
enfermo del corazón. Ambos viven en la nueva zona periférica de México, Ciudad
Satélite, diseñada por Mathias Goeritz para ser residencia de clase media, son satelucos, como dice Juan con algo de
desprecio. Las calles se llaman circuitos,
son circulares, contrariamente a la Ciudad de México, y llevan nombres de profesiones.
menos los veterinarios.
Enterado por la televisión y su gran
sacerdote del momento Jacobo Zabludovsky, que se dará mantenimiento a los
conductos de aire del Museo de antropología y historia, Juan decide adelantar
su proyecto y, después de asistir a la cena familiar y sus discusiones, después
de enseñar al sobrinito donde están los regalos, se reúne con Wilson, aun si
este hubiera preferido pasar la Noche Buena con su papá.
El robo se desarrolla en medio de
las amplias salas y de un profundo silencio, con un profesionalismo impecable.
Las piezas robadas son pequeñas y caben perfectamente en mochilas que los dos
jóvenes se llevan en los túneles del aire.
A la mañana siguiente, la noticia es
el titular. Alrededor del recalentado, toda la familia está escandalizada. El
padre no tiene palabras bastante fuertes para los incapaces, traidores a la
patria que merecen ser azotados en público.
Ahora hace falta vender la
mercancía. Juan, cabeza pensante, tiene un contacto en Palenque, Bosco (Bernardo
Velasco). De ahí llegan a Acapulco con un coleccionista inglés, el señor Graves
(Simon Russell Beale). Pero este se niega a comprar estas piezas demasiado
valiosas y que, además, no podrían cruzar las fronteras. La última solución
podría ser un cierto Jesús Serrano dueño de un antro. Ahí Juan se encuentra con
la nueva dueña, Sherezada (Leticia Brédice) con quien pasará una noche loca en
la playa. mientras Wilson, que quería volver a México para asistir a su padre
en sus últimos momentos, acabó en la Quebrada para ver los clavadistas, sueño
de su niñez.
Todo está perdido: las piezas son
invendibles, el padre de Wilson está muerto. Solo les queda volver a la ciudad,
confesar la verdad y devolver las obras de arte.
La narración se desarrolla según una
organización perfecta, como lo fue la planeación del robo. La primera parte
corresponde al día de navidad en familia. Una cámara muy móvil se desplaza de
un miembro a otro de la familia, sigue las conversaciones, los comentarios, los
pequeños desajustes, los chismes. Hay luz, colores, ruido, naturalidad.
La segunda parte es casi religiosa. En la noche y los
vastos espacios del museo (reconstituido en los estudios Churubusco) dos
pequeñas siluetas actúan con una precisión científica, resultado de semanas de
ensayos, que no se muestran en la cinta. Es el suspenso de cualquier película
de atraco, pero con una dimensión de respeto, no solo de precaución. El juego
de los enfoques, el silencio, los encuadres, los reflejos confiere a esta parte
una dimensión casi meditativa. Parece que no roben las piezas para venderlas,
sino que las toman por admiración. Este parte es acompañada, como los créditos,
por la magnífica música de Silvestre Revueltas para La Noche de los Mayas (Chano Urueta - 1939,con Arturo de Córdova e Isabel Corona y fotografía de Gabriel Figueroa) que resalta la
majestuosidad del momento.
Después de un roadmovie de México à
Acapulco pasando por Palenque, o sea muchos kilómetros, llevando a los dos
cómplices de las ilusiones de riqueza a la toma de conciencia de su estúpido
fracaso, la vuelta se cierra en un regreso al punto de partida. Primero Ciudad Satélite
y los padres furiosos y consternados; luego el retorno de las obras a su museo.
Si Winston deja sus mochilas anónimas en el guardarropa, Juan tiene que poner
personalmente la máscara de Pakal, como acariciándola para despedirse después
del breve momento de vida que compartieron. Obviamente, este último gesto de
amor llama la atención de los guardias. El final casi nos provoca empatía y
conmiseración hacia el joven solo en el gran vestíbulo, en medio de guardias
dispuestos a disparar.
Juan es un héroe fracasado, destinado a un
triste final. Desde el principio, se ve que no tiene lugar, en la familia, en
la universidad, en la ciudad, en la sociedad. Es un solitario acompañado por un
amigo fiel, devoto, él que cuenta sus aventuras, que lo admira y se somete. En
este papel, Leonardo Ortizgris se lleva toda la admiración por su excelente
interpretación.
La cinta es la descripción de una sociedad y
una ciudad en un momento particular. No solo se trata de 1985, de los meses
inmediatamente posteriores al temblor que derribó tantos edificios y afectó a
tantas familias, se trata también de una sociedad inconsciente del valor de lo
que tiene. El robo escandalizó a todos los mexicanos porque cada uno sintió que
le robaban algo suyo, así como el penacho de Moctezuma está en un museo en
Viena. Sin embargo, en ese momento, el Museo de antropología no tenía un
inventario de sus piezas, no había alarmas, no había cámaras de vigilancia. Los
guardias debían recorrer kilómetros de salas y, en la noche de Navidad, se
juntaron para pasar una feliz velada de comida, tragos y bromas.
Frente a eso, Juan, a pesar de todos
sus faltas y deseos de enriquecerse, parece tener un profundo respeto para la
herencia maya, o meso americana, como le explica con altura a este viejo inglés,
a quien además no quiere vender las piezas por ser extranjero. Su proyecto de
robar algo tan llamativo y tan preciado se entiende como una rebelión contra
una sociedad que no le deja la posibilidad de ser reconocido, de ser un héroe
de la vida cotidiana.
Ese amor y respeto a la herencia se
percibe claramente en los créditos de principio, extremadamente sencillos, con
simples fotografías de las piezas, acompañados de La noche de los mayas. Como en la música de Revueltas, pasa el amor
respetuoso a las raíces. En las dos primeras etapas de la película, se percibe
algo mágico, una emoción autentica al contacto con la cultura mexicana.
Sin embargo, la contradicción se percibe
en la indecencia de inhalar cocaína usando una de las piezas robadas. Esta incoherencia
con el respeto, casi culto a la herencia precolombina, culto a lo que pertenece
a la cultura de un pueblo entero, se había anunciado al principio con el
traslado, en realidad robo, del monolito de Tláloc, llevado de su pueblo de
origen Coatlinchan hasta la entrada del Museo, sin pedirles su opinión a los
habitantes. Se robó al pueblo para construir el orgullo del pueblo. Los limites
de la honestidad se vuelven muy confusos y se puede entender que unos jóvenes
desubicados no sepan bien a bien hasta donde puedan apropiarse algo que, según
dice la voz oficial, les pertenece.
Las fotos sucesivas del robo, las
fotos de las vitrinas y soportes vacíos dan una idea de la eficiencia de los
ladrones, al mismo tiempo que parecen incluir la cinta en un marco documental,
como lo hacen las imágenes de época, de la construcción del Museo, del temblor,
del traslado de Tláloc, de los noticieros de Zabludovsky. Sin embargo, no hay
que olvidar que Ruizpalacios adapta el hecho real. Carlos Perches Treviño y
Ramón Sardina tardaron meses en planificar su delito, tuvieron cómplices y no
acabaron como se cuenta en la cinta. Una intención personal guía al director,
así como sus propias referencias. Es ahí donde se puede tal vez lamentar la
poca originalidad de su segunda parte, muy parecida a varias películas del
nuevo cine mexicano, por ejemplo Y tu mamá también (2001) de Alfonso Cuarón.
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