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En el mismo estilo que la anterior cinta de
este director, The Big Short (La gran apuesta- 2015), que alcanzó un éxito rotundo, esta biografía arreglada de un
político no tan visible pero muy influyente, deja un extraño sabor de boca, un
cierto malestar, al sentir que el director se burla abiertamente de un hombre,
todavía vivo, que presenta sin ninguna piedad. Basta con el juego de palabra de
título para percibirlo de entrada.
Ficha IMDb
El nombre de Dick Cheney fue sin ninguna duda muchas veces mencionado
en los oscuros años de George Bush hijo y de las intervenciones en Irak y Afganistán.
Pero siempre fue como en segundo plano.
La cinta de McKay se da a la tarea de, según el director, restablecer
la verdad, poner cada uno en su verdadero lugar y sus verdaderas
responsabilidades. Para eso vuelve a la juventud de Cheney el inútil, borracho y
estúpido, hasta que su esposa Lynne (Amy Adams), ambiciosa e insensible, le
pone un ultimátum. A partir de ese momento, el hombre se portará bien, subirá
los escalones de la política, tomará las decisiones correctas en el momento
correcto, como en una partida de ajedrez del tamaño de la vida.
Su primer encuentro fundamental es Donald Rumsfeld (Steve Carell),
quien le revela las reglas del juego. Jefe del gabinete de Gerald Ford (Bill
Camp), secretario de defensa con George Bush padre (John Hillner), a cierto nivel,
el pajarito inhábil ya aprendió, subió de peso, vivió unos cuantos ataques
cardíacos, y pasó de discípulo a maestro. Ahora él guía, los demás obedecen. Todos
los actores políticos: secretarios, diputados, presidentes, candidatos,
inclusive su hija. A su contacto, todos se vuelven ambiciosos, ávidos de poder
y profundamente malos. Y eso duró cuarenta años.
Todo lo que hace Dick Cheney, como lo muestra McKay, está manchado de
una maldad que parece sudarle de los poros. El retrato es tan unicolor que
parece caricatura. Sobre él recaen todas las maldades de Estados Unidos desde
unos veinte años. Eminencia gris de un Bush limitado mentalmente, dedicado a
sus costillas barbecue, marionetista en la sombra, Cheney convierte en
marionetas a los mejores como el pobre secretario general de la Onu, Colin
Powell (Tyler Perry) a actuar de forma vil.
Para reforzar su argumentación, que en realidad es un ataque ad hominen, sin argumentos reales, McKay
mezcla películas y fotografías documentales (Abou Ghraïb), recreaciones actuadas, mapas, en un estilo de sub- Oliver Stone, que
se siente muy forzado.
Se ha aclamado la actuación de Christian Bale. Pero es bastante inexpresiva:
un monolito convencido de tener la razón, un oso testarudo. Lo interesante es
en efecto el parecido con el personaje real, pero eso viene del maquillaje y
del exceso de peso, no de la actuación. Parece ser últimamente un camino que
gusta mucho en Hollywood. Véase el Churchill de Gary Oldman en Darkest Hour de Joe Wright (2017), o DiCaprio
como el director del FBI en J. Edgar (Clint Eastwood – 2011). Claro si se recuerda a Bale en American Psycho (Mary Harron - 2000) o The Machinist (Brad Anderson – 2004, la transformación
del actor es sorprendente. Pero es apariencia, no actuación. Bush (Sam Rockwell)
es una marioneta simplista, reducido a unas expresiones cómicas muy limitadas;
más interesante es Steve Carell como Rumsfeld el iniciador, más retorcido y
sutil, maquiavélico.
El recurso del falso final es divertido: con un Cheney dedicado a su
salud, prudente, corredor de ironman, dedicado a su familia y un trabajo
honesto, la faz del mundo hubiera sido distinta. ¿Quien sabe? El verdadero final, con Cheney volteándose a
la cámara para dirigirse al espectador es desgraciadamente ya usado: House of Cards nos ha acostumbrado a
este recurso shakespeariano en el mismo intento de revelar los entretelones de
la política, recurso por cierto nada nuevo ya que el aparte es habitual en el teatro y permite dar una dimensión extra,
romper la cuarta pared. Pensándolo bien, si hubiera que escoger, la serie protagonizada
par Kevin Spacey presenta muchas cualidades que, en su ficción, la hacen mas creíble
que la cinta de McKay, que abiertamente presenta una persona real. Y la actuación
de Spacey, sin tantos kilos, en sentido de peso físico y de interpretación,
resulta bastante mas disfrutable.
El exceso en el retrato del manipular y oportunista Cheney y la
voluntad forzada de denunciar, hacen que el objetivo no se cumpla. Entre
Michael Moore y Oliver Stone, Mckay no encuentra realmente su lugar y su estilo
propio. Sugiere, pretende ofrecer una verdad. pero siempre se queda al limite
entre inventiva y documental, entre bufón y didáctico. Resulta ser finalmente bastante peligroso ya
que su tono demasiado exagerado y una seudo-explicación de la política
estadounidense impiden al espectador encontrar su propia posición frente al personaje
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