Los diálogos de Marguerite Duras resaltan el dolor de una joven madre que decide, seis años después, recuperar el niño que abandonó a los 19. La obsesión y las desgracias que provoca alrededor de ella se vuelven más intensos en un ambiente de ciudad fría, de fábricas y trenes. Esta película casi desconocida reunía por primera vez a Romy Schneider y Michel Piccoli.
Ficha IMDb
Julia Kreutz (Romy Schneider), está casada desde hace dos años con Werner (Michel Piccoli. No tienen hijos. De repente ella se ve habitada por el intenso deseo de recuperar a Carlo (Mario Huth), el niño que abandonó seis años antes, cuando tenía diecinueve. No tenía dinero, no sabía quién era el padre y pensó que era mejor dejarlo con una pareja que no podía tener hijos. Pero ahora, tal vez por la vida tranquila que lleva, o porque pensó estar embarazada pocas semanas antes, siente la necesidad de tener con ella a este pequeño.
Empieza por vigilar a la familia “adoptiva”, pero que nunca hizo los trámites. Viven en una pequeña ciudad no muy lejos de su domicilio. Le regala, en forma anónima, un camión de juguete al niño. Y finalmente se muda a vivir en un hotel en frente de la casa. Julia ya no vive, ya no come, su vida se está deshaciendo y nada más le interesa, solo recuperar al niño.
Werner trata de acompañarla, a pesar de no entender y sentirse traicionado. Trata de razonar con Julia pero, viendo la insistencia y la incapacidad de esta de vivir sin la presencia de su hijo, se pone de su lado. Primero trata de hablar con el padre, Radek Kostrowicz (Hans Christian Blech), quien no está dispuesto ni siquiera a dejar el niño unos días u horas con la madre. Después, hace intervenir un abogado y, finalmente, la policía. Pero Julia, impaciente, se roba al niño. De ahí en una escalada irresistible, el padre lo quiere de vuelta, y la policía le entrega al niño a la madre.
Mientras Julia trata de vivir su primer día con su hijo, Kostrowicz sube a una chimenea de la fábrica, y amenaza lanzarse de los cien metros de altura si no le entregan su hijo antes de las seis de la mañana siguiente. Televisión, periódico, publico se apasionan por la situación, mientras Julia se encierra en su posición, a pesar de la insistencia de su esposo.
Es un drama, antes que todo, individual. De dos individuos que se disputan a un ser humano. Si la cámara se focaliza en Julia, en su obsesión y su dolor, deja entender que la situación del padre adoptivo es igual de intensa. Es exactamente el paralelo, aunque se manifieste de forma más pasiva. Él reacciona a los ataques de Julia que lo obligan a iniciar tramites, a buscar en el dédalo de las servicios familiares, a tratar de nos ahogarse en las muchedumbres que asisten a las oficinas publica, cuya ineficiencia lo llevan al borde de la crisis nerviosa.
Curiosamente, la madre adoptiva (Sonia Schwarz) casi no tiene presencia en la historia. El niño, de seis años, no manifiesta ninguna reacción frente a la situación. A veces se le oye llorar, pero casi siempre actúa muy obediente con esta señora que de repente lo tiene en su casa, le da de comer, lo lleva al circo.
El esposo, Werner, es testigo impotente del cambio de su esposa, sus palabras ya no sirven, sus atenciones, sus razonamientos tampoco. De repente, su mujer le ha sido arrebatada por una extraña enfermedad. Esta poseída, atrapada, jalada por una fuerza superior a ella misma. La necesidad de tener al niño no parece siquiera ser amor. Ni caricias, ni sonrisas para el niño. Solo necesita tenerlo con ella.
Todo pasa en una ciudad alemana o austriaca, con largos edificios fríos, con coches y trenes anónimos, con fábricas enormes, sus chimeneas altísimas, el humo, el ruido, los trabajadores saliendo en grupo de su trabajo, silenciosos.
El blanco y negro intensifica la tristeza de este mundo, la soledad en la que viven todos. Además, el departamento, con sus muebles de los sesentas, de líneas rectas y depuradas, con sus paredes sin ningún adorno, recalca la vacuidad de la vida de Julia, su falta de sentido.
La pasión que siente por la posesión del niño es algo que no la hace feliz, pero que no puede dejar de vivir hasta el final, sin pensar en ningún momento en sus consecuencias, en el dolor que provoca a todo mundo, inclusive a ella misma. Mejor dicho, se da cuenta, pero se obstina en no tomarlo en cuenta. Tiene que vivir su propio sufrimiento en toda su intensidad. Tiene que volverse infeliz.
La última media hora es el suspenso, el juego de poder entre dos apasionados que no quieren ceder. La película en ningún momento toma partido. El uso de opiniones expresadas por gente de la calle, supuestamente para el noticiero televisivo, permite plantear la dificultad: ¿Quién es el verdadero padre, la que da a luz o él que cría? ¿Amenazar con suicidarse no es chantaje? ¿La madre debe ceder o está en su derecho?
Romy Schneider y Michel Piccoli encuentran ahí unos papeles extraordinarios, intensos, con unos diálogos de una acuidad, una sencillez y frialdad aparente que revelan la intensidad del dolor y la soledad que viven. Marguerite Duras ha tenido en toda su obra, novelas, obras de teatro, películas, esta capacidad de escoger las palabras perfectas para expresar la hondura del sufrimiento humano, sobre todo femenino.
Romy Schneider, apenas diez años después de los Sissi, muestra su inmenso talento. Es una lástima que esta cinta sea prácticamente olvidada.
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