Una comedia sencilla, llena de humor negro y buena voluntad, que cumple muy bien su cometido: hacernos reír, conmovernos y, tal vez, animarnos a correr un maratón.
Ficha IMDb
Cuatro amigos trabajan en un taller mecánico en Rotterdam. En realidad, uno, Gerard (Stefan de Walle) es el dueño porque heredó el negocio de su padre, los demás son sus empleados. Pero la verdad de las verdades es que no trabajan mucho y se pasan el tiempo jugando cartas, comiendo pastel, tomando cerveza. El único que hace el trabajo es un joven de origen árabe, lisiado de una pierna, que contrataron porque eso les permitió obtener una indemnización del gobierno.
Así que Gerard, Leo (Martin van Waardenberg), Nico (Marcel Hensema) y Kees (Frank Lammers) se toman la vida con mucha calma. No se preocupan si su entorno es un poco estúpido porque nadie tiene preocupaciones intelectuales, estéticas o culturales. La madre de uno tiene Alzheimer, el hijo de otro es el típico adolescente flojo e irrespetuoso. La esposa del tercero es fanática católica, y el cuarto vive como eterno niño.
Hasta que se presentan dos situaciones totalmente inesperadas. A Gerard le diagnostican cáncer de esófago, con seis meses de esperanza de vida, aun si hace quimioterapia.
A los pocos días de su decisión de no hacer el tratamiento, uno de sus amigos descubre en un cajón del taller, siete años de cartas de los impuestos: deben 40 000 euros.
La solución se presenta en la persona de Youssoef (Mimoun Oaïssa), el empleado discapacitado extranjero, a quien en realidad nunca miran: antes de su accidente, corría maratones y ganaba dinero con los patrocinios. ¿Pero quien apostaría a esos feos, fofos, viejos y arriesgaría su dinero en ellos? De nuevo, la solución llega por Youssoef y su tío Oom Houssein (Mahjoub Benmoussa) vendedor de coches de lujo usados, quien se compromete a pagar la deuda si los cuatro llegan a la meta; de lo contrario se quedará con el taller.
La decisión es tomada y nuestros cuatro mosqueteros se lanzan a los entrenamientos, bajo la batuta de Youssoef y su bicicleta motorizada. Después de sufrimientos, esperanzas y desesperanzas, llegará el gran día. Con sus milagros de reconciliaciones, de tomas de consciencia. De una forma u otra, los cuatro llegarán a la meta.
Con una historia sencilla, de perseverancia, de amistad, la cinta nos enseña que nunca es tarde para ponerse a esforzarse, que cada quien es capaz de forjar sus pequeños milagros, que la vida, a pesar de la estupidez, la enfermedad y los conflictos, puede reconciliarnos con valores de bondad, o simplemente de una felicidad sin sofisticación. Uno puede ser feo, tonto, viejo, lento y, sin embargo, hacer algo bueno para sí mismo y para sus allegados.
Si la cinta presenta un desarrollo relativamente previsible, sus momentos de humor negro y políticamente incorrecto, su desprecio hacia lo “bonito” son de lo más disfrutables. El final logra ser divertido y conmovedor, sin dar una respuesta definitiva.
Los actores y las situaciones son de una enorme naturalidad, lo que atrae aún más a una historia que, finalmente, podría ser la de mucha gente común y corriente.
Es una pequeña cinta, modesta, desconocida, como mucho del cine holandés, pero que vale mucho la pena.
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