Una magnifica película sobre un de las consecuencias de la Primera Guerra Mundial: les « gueules cassées”, las caras de destrozadas de los soldados. Toda en discreción y paciencia, palabra clase de la novela de Marc Dugain. Con una remarcable fotografía que obtuvo el César a la mejor fotografía en 2002.
Ficha IMDb
Agosto de 1914, Francia declara la guerra a Alemania. Adrien Fournier (Eric Caravaca) tiene que ir. El apellido tal vez sea un discreto homenaje a Alain-Fournier, autor de Le Grand Meaulnes quien murió en la guerra a la edad de 27 años. Adrien tiene 24 años, es ingeniero civil especializado en la construcción de puentes móviles. En el andén en París, ve a Clémence (Géraldine Pailhas), quien se despide del hombre que ama. Atraído por su belleza, la invita a tomar un café y de ahí acaban en el departamento de Adrien. Al día siguiente, este tiene que dejar a la joven ya que es su última oportunidad de tomar el tren para no ser considerado como traidor. Le deja una carta, para seguir en contacto.
Al segundo día en el frente, le dan una misión de reconocimiento para la construcción de un puente móvil. Mientras cabalga con dos soldados, oyen un silbido, Adrien siente un golpe bajo la nariz. Después, “todo se apaga”.
Despierta ocho días después en el hospital. El lodo impidió que siguiera el sangrado y lo mantuvo vivo pero provocó una infección que despide un olor terriblemente nauseabundo. Adrien perdió todo el centro de su cara, nariz, boca, lengua, paladar, dientes. No puede alimentarse, no puede beber ni hablar.
Es trasladado a París. En el hospital militar del Val de Grâce, un cuarto en el último piso es reservado a los oficiales heridos de la cara. Por el momento, Adrien esta solo: la guerra empezó hace apenas diez días. Bajo los cuidados de la enfermera Anais (Sabine Azema) y del doctor cirujano militar (André Dussolier), Adrien volverá lentamente a vivir. Una de las primeras acciones de Anais es darle una pizarra para que pueda comunicarse. El doctor le enseña que la palabra clave en la cual debe concentrarse es “paciencia”.
Durante las semanas y los meses siguientes, Adrien va a pasar por el proceso físico de la reconstrucción de su cara, a base de operaciones repetidas, de injertos, en particular de hueso de bebe. Nuevos ocupantes llegan, algunos no sobreviven ni una noche, algunos se suicidan. Dos se vuelven muy amigos de Adrien; Pierre (Grégori Dérangère), oficial de caballería, bretón, noble y ferviente católico, y Henri (Denis Podalydès), aviador judío totalmente quemado, pero que nunca pierde su labia, su atracción por las mujeres y su sentido del humor, en particular respecto a su situación de judío, a quien hay que reconstruirle una nariz por el método del injerto italiano, nariz que quiere realmente judía, grande, para que su mama lo reconozca. Un tiempo después, descubren un cuarto aislado en el mismo piso, una mujer vive ahí. Ex enfermera, Marguerite (Isabelle Renauld) es también una “gueule cassée”. Una amistad y una comprensión profunda crecen entre los cuatro.
Pero el proceso físico no es la única reconstrucción: en esta sala donde todos los espejos han sido removidos, la dificultad tal vez mas grande es reconocerse a sí mismo y aceptar el horrible aspecto que uno tiene.
Las visitas no ayudan. Como Adrien escribe a su familia cartas llenas de omisiones sobre su verdadero estado, cuando su hermana (Circé Lethem) y su amigo de la infancia Alain (Jean-Michel Portal) vienen por fin a visitarlo, no lo reconocen.
Mientras tanto, Adrien no ha olvidado a Clémence y, cuando Bernard acepta ir a su departamento y le trae la respuesta a la carta que dejó, pierde toda esperanza: Clémence no quiere volverlo a ver.
Dos años después, los tres amigos deciden salir a confrontarse con la realidad exterior y exponer sus caras a la vista. Deciden ir a un prostíbulo. Primero rechazados por la dueña, logran entrar gracias al dinero que llevan.
Cuando finalmente, cinco años después, el doctor logra restituirle una cara a Adrien, este va a pasar un tiempo a casa de su tío, afuera de Paris. La casa es grande, hay un inmenso jardín para jugar con las sobrinas. Su padre y su hermana lo reciben. La familia, la vida, son de nuevo abiertas para Adrien.
La película no muestra todo lo que cuenta la novela. Para empezar, se limita a los años de hospital de Adrien y algunos meses después, hasta que vuelve a una vida casi normal, con un trabajo, y la escena final es el encuentro lleno de humor con una joven, presagio de una reconstrucción sentimental. La novela cuenta casi toda la vida de vida del personaje y sus amigos, llevándolos hasta después de la segunda guerra mundial, después de que Henri debe esconderse de los ocupantes en el sótano de la casa familiar de Pierre en Bretaña. Los tres están casados y tienen hijos. Los tres están decididos a “enseñar la alegría “a los jóvenes soldados heridos en combate.
La cinta tampoco muestra un momento importante y simbólico. Para la firma del Tratado de Paz, el 11 de noviembre de 1919, Clémenceau, “el Tigre”, presidente del Consejo de Ministros, pidió a los tres amigos y otros dos “gueules cassées “estar junto a la delegación francesa, justo en frente de los enviados de Alemania, para que estos vean, en carne y hueso, lo que han provocado los combates. En esa ocasión, Adrien dice que es la primera vez que ve a un alemán. Él no ha visto nada de la guerra.
Sin embargo, la cinta logra imponerse e igualar, si nos es rebasar, la fuerza evocativa de la novela. Es la historia de un hombre que ya no tiene cara, que ya no puede verse, a quien los demás no suportan ver, y que no soporta la mirada de los demás. François Dupeyron decidió poner al espectador en el lugar, en los ojos de Adrien. La cámara adopta su punto de vista, se coloca casi en posición subjetiva, está al lado, muy cerca de la cara de Adrien y ve lo que él ve. Contrapicadas hacen sentir la inferioridad, la impotencia, la deformación del nuevo entorno del herido. Planos cercanos sobre los ojos, la boca del doctor cuando le habla de sus heridas, insisten sobre lo que Adrien ha perdido, lo que busca imaginar de su propia cara.
Durante casi la mitad de la cinta, no vemos a Adrien. Esto evite el morbo, la fascinación malsana por lo monstruoso. Poco a poco se verá la cicatriz, después de haber pasado, el personaje y el espectador, por el tiempo de aceptación, aceptación del dolor, de la deformación, de la soledad. La paciencia necesaria para la reconstrucción de los huesos y las carnes, de los sentimientos y las relaciones, el director la impone al espectador. Hay que tener paciencia, hay que adaptarse al ritmo de la convalecencia. Hay que entender que un cuerpo y un alma no se reconstruyen en unos meses, a pesar de todo el arte y la audacia profesional de un cirujano, de la atención de una enfermera y de la comprensión de unos amigos.
Depeyron no quiere nunca asustar al espectador, no busca los efectos, el espectáculo. Busca la paciencia, domestica los espacios a medida que el personaje puede domesticarlos: de la cama a levantarse, ir a la ventana, ver afuera y verse en el vidrio, salir del cuarto y bajar al cuarto de los soldados amontonados , en una bajada a los infiernos. Salir a la calle con los compañeros de dolor y de esperanza. Y finalmente salir a la vida, primero con la protección de la familia y finalmente en medio de la gente desconocida. Domesticar con muecas a una niña asustada en el metro.
La novela evoca las pinturas de Otto Dix, que imponen a su espectador una visión de horror, como por ejemplo en los “Jugadores de cartas” (1920). De la misma forma que el autor Marc Dugain, François Dupeyron no describe el horror de las caras destrozadas, las sugiere, las da a sentir desde adentro, reflejadas en las miradas de los demás. La película se encuentra con la novela en la delicadeza, el pudor, el rechazo a morbo. En el respeto.
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