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La historia desencantada de una pareja anciana, con
sus costumbres perversas de abuso, sus fallidos intentos de escapar. Un
ambiente de enclaustramiento, habitual con Ripstein, intensificado por el uso
del blanco y negro.
Ficha IMDb
Parece que hace siglos que Beatriz (Silvia Pinal) y el viejo (Alejandro
Suárez) viven juntos, en una casona amplia, triste, atiborrada de objetos
acumulados. ¿Qué hay entre ellos? ¿Odio? ¿Rutina? ¿Hastío? Desde los primeros
instantes de la cinta, él parece llevar la batuta. Al amanecer, sale de su
recamara para ir, arrastrando los pies,
al cuarto de Beatriz. Levanta las
sabanas, le baja las pantaletas para
sacarle foto.
Después seguirá un día normal : llega la sirvienta Dinorah (Greta Cervantez),
único personaje joven de la historia, con retraso, lo que le vale los reproches
de la señora. Esta toma su bolsa y sale, dejando instrucciones de decirle al
señor que va al gimnasio, pero tiene sus hábitos a un salón de baile donde disfruta
bailando tango. Mientras tanto, el señor va a la peluquería de su vieja amante
(Patricia Reyes Spindola ), a quien jala a su casa para tener las relaciones
sexuales acostumbradas. Ella le habla un poco de su esposo, él le habla un poco
de su esposa. Relaciones sin amor, sin siquiera estima. Cuando llega, el esposo
(Jean Meyer) espera fumando en el patio que salga el amante.
En el transcurso de los días se va confirmando la obsesión perversa del
viejo con el sexo, con la vagina, con las bragas de su esposa, que husmea para
comprobar que esta lo engañó cuando en realidad lo único que busca es un poco
de aire, de libertad. Pero los usos y costumbres no permiten que una señora bien
salga de los patrones establecidos. Puede ir a bailar, puede tener una pareja
de baile pero que no trate de hablar con este señor, que no trate de saber cómo
es su vida personal porque inmediatamente el señor (Daniel Giménez Cacho) la pondrá
en su lugar y la tachará de promiscua.
Encerrada, amenazada, deprimida por el aislamiento que provocó el
alejamiento de su hija, a Beatriz no le queda entonces nada que los celos
obsesivos de su esposo, convencido que ella lo engaña con todos. Registra en un
cuaderno los insultos que el viejo le dirige, contabilizando a diario las
ocurrencias de cada palabra ofensiva.
La sirvienta, presa de este ambiente claustrófico, aguanta el voyerismo
del viejo y parece considerarlo normal, como privilegio de hombre, de macho, de
esposo y de patrón.
La casa vieja, abandonada, es un laberinto claustral. Cómo la casa de El castillo de la pureza (1972) dominada por le padre explotador, como el departamento
desolado de Las razones del corazón (2011), como la casa – cabaret de El lugar sin limites (1977). Adentro, la fotografía muy oscura de Alejandro Cantú impone
un ambiente inquietante , ambiguo, asechador.
El ritmo lento de la cámara, la repetitividad de las acciones, las
frases, las amenazas, enviscan al espectador como a una pobre mosca en una
telaraña. No hay forma de escapar de este obsesivo malvado.
Sin embargo, existe una salida para esta prisionera, es la aceptación
voluntaria de su situación codependiente. Meses después de una fuga de Beatriz
por una sola noche, simplemente para probarse que todavía es deseable, siguen juntos,
en el mismo lugar, pero algo de paz parece haber llegado .
Un pesimismo profundo, irritante, invade esta historia misógina que parece fuera
del tiempo, sin radio, televisión, o teléfono, sin coches en las calles, sin
vecinos, sin ningún elemento de referencia que nos pueda decir donde y cuando
estamos. Podría ser los años treinta, los cincuenta. Podría ser hoy.
Mucho se ha comentado
que el guion de Ripstein y Paz Alicia Garciadiego es una historia sobre la sexualidad en la edad avanzada.
Se trata más bien una cinta sobre el machismo y los derechos que el hombre cree
tener sobre la mujer sobre sus expectativas dominantes , sobre su concepto de cómo
debe actuar una mujer bien, aun cuando está vieja.
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