Este encuentro de Gabin y Belmondo en una cinta del maestro del cine policíaco tiene algo mágico. Los diálogos de Verneuil y Michel Audiard, adaptados de la novela de Blondin logran mantener un humor muy especial en la historia del breve encuentro de dos hombres unidos por un amor: el alcohol.
Ficha IMDb
El principio de la cinta es algo desconcertante para quien ha leído la novela. Albert Quentin (Jean Gabin) y Esnault (Paul Frankeur) viven una gran tarde en un bar. Están ya más allá de la embriaguez. Viven juntos el delirio de ser soldados en China bajo las órdenes del infante de marina Quentin. Van a bajar el Yang Tsé Kiang, aunque para eso tengan que llenar de agua la barra del café. Todavía es tiempo de la ocupación de Francia por los alemanes y el primer piso del bar funciona como burdel para los soldados alemanes. Cuando suena la alarma y todo empieza a moverse bajo el ataque aéreo, los dos amigos, curiosos, salen a ver. No lo saben, pero nosotros sí: es el 6 de Junio de 1944 y los aliados desembarcan, atacando por mar y aire. Es el principio del final de la guerra. La escena se alarga, mucho, demasiado. Verneuil insiste mucho sobre esta ironía de uno de los momentos más importantes del siglo XX visto por dos inconscientes. Doblemente inconscientes ya que están perdidos en los vapores del alcohol, aún más que en el humo del combate.
De vuelta a su hotel-restaurante, el Stella, en el sótano donde se refugió su esposa, Suzanne (Suzanne Flon), en medio de las botellas, y sin dejar de beber, Albert hace la promesa, si salen vivos y pueden reabrir el Stella, de nunca más tocar una copa.
Quince años después, cuando empieza la novela de Blondin, están bien instalados en su vida de matrimonio sin hijos, y Albert mantiene su sobriedad con caramelos. Una noche llega Gabriel Fouquet (Jean-Paul Belmondo). Apenas instalado en su cuarto de hotel, sale al café de la esquina, el café de Esnault.
Los dos días de estancia de Fouquet en la pequeña ciudad de Tigreville bastarán para cambiar totalmente la vida de Albert y Suzanne, y tal vez de toda la pequeña ciudad. Que Fouquet llame a Albert “Papa” en su delirio etílico, es la primera señal del reconocimiento entre estas dos almas, estos dos verdaderos alcohólicos de altos vuelos. De estos que usan el alcohol como vehículo para viajar. Los viajes de Fouquet son en España, con paella, flamenco y corridas. Los de Albert son en China.
El lento acercamientos acabará en una expedición a la Pension Dillon, cuya directora, Madame Victoria (Gabrielle Dorziat), aunque francesa, habla solo inglés, para sacar a Marie (Sylviane Margollé), hija de Fouquet. Como se presentan a altas hojas de la noche, y en un estado bastante alterado, solo les queda aceptar que la verán al día siguiente y, mientras tanto, ir a disparar unos fuegos artificiales en la playa, ayudados por el dueño de lo que parece ser la única tienda de la ciudad, Landru (Noel Roquevert). El espectáculo es dantesco, una maravilla interminable, que saca a las calles a todos los habitantes y turistas del día de Muertos.
El domingo de Muertos, el encuentro mágico acaba en la estación de Lisieux: Albert toma un tren hacia el norte para ir a visitar la tumba de su padre, mientras Fouquet y su hija siguen hacia Paris, donde la niña vivirá con su madre. Pero antes, Albert la cuenta a Marie la historia de los changos chinos, que van durante el verano hacia el norte del país, y que los habitantes devuelven a su región de origen, por camiones enteros, cuando llega el invierno. ¿Este país de origen, será el país del alcohol? ¿El país que da la felicidad y al cual estos viajeros pertenecen, a pesar de sus intentos de escapar?
Los diálogos de Audiard son divertidísimos, irónicos y serios. Belmondo (entonces ídolo de la Nouvelle Vague) y Gabin hacen una mancuerna extraordinaria, de estos encuentros de cine mágicos, inolvidables. Nunca más volverán a trabajar juntos. Los papeles secundarios son excelentes, humanos e interpretados con gran talento por Suzanne Flon, Noel Roquevert o la imponente Gabrielle Dorziat.
La cinta es tan famosa que, en 2012, para su quincuagésimo aniversario, el pueblo de Villerville, sobre la costa Normanda, donde se rodó en parte, decidió festejar con exposiciones, conferencias, y cambiando temporalmente su nombre a Tigreville,
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