La Invención de Hugo Cabret, que no tiene nada de una invención, es la primera película de Scorsese en 3D, y la primera para niños. En realidad, se trata más bien de dos películas en una: una tediosa parte tipo Dickens para niños, y, para los grandes, un maravilloso homenaje al cine de los principios.
No me gusta en cine en 3D ; no me gusta que me lancen cosas a la cara, aunque sean las estrellas de la Paramount o copos de nieve. Y la película de Scorsese no me hizo cambiar de idea. Tuve la impresión de estar en frente de estos libros para niños, donde, al abrir las paginas, se levantaban elementos del paisaje, o personajes para dar un efecto de profundidad. Pero no dejaban de ser figuras planas. La misma impresión me dio la película: ver a un personaje plano delante de un set. Paris, los edificios, hasta la estación me parecieron totalmente falsos. Uno no sabe si son dibujos o cine. El efecto de 3D me pareció interesante solo para los mecanismos de los relojes, con sus engranes y su extraordinaria altura, totalmente fuera de la realidad.
Ahora, el contenido de la historia. Durante más de la mitad de la película, asistimos a la melodramática (¿enternecedora?) historia de un niño huérfano, Hugo (Asa Butterfield), abandonado, explotado por un tío borracho (Ray Winstone), y que vive solo en una gran estación parisina. Como todo héroe incomprendido y para la ilustración de los pequeños, tiene un talento especial: sabe reparar cualquier mecanismo. En la gran jungla de la ciudad, perdón, la gran estación, vive circundado de peligros: un inspector (Sacha Baron Cohen) con su pierna de madera y su perro, un vendedor de juguetes severo (Ben Kingsley). Pero asiste de lejos al lento desarrollo de tiernas historias de amor: Madame Emilie (Frances de la Tour), fieramente defendida por su perro diminuto, celoso de las atenciones de Monsieur Frick (Richard Griffiths), quien acaba por comprar una perrita para obtener el permiso de acercarse a su amada, la linda florista Lisette (Emily Mortimer) que se deja enternecer por el apuesto pero lisiado inspector. El niño vive de sus robos: un cuernito por aquí, un litro de leche por acá. El hombre malo de la tienda de juguetes le confisca su cuaderno de croquis, y se queda pasmado…. El niño llora, suplica, pide la ayuda de la hija adoptiva, Isabelle ( Chloe Grace Moretz) . Totalmente metida en Dickens y los melodramas, hasta pensé que el niño era el nieto del señor malo.
Pero no. Me equivoqué (¡he visto demasiadas películas!) . Y en realidad es ahí donde la historia empezó a gustarme: el magnífico autómata que Hugo y su padre (Jude Law) trataban de reparar, maravilloso recuerdo de Metropolis, pone, con el dibujo de la Luna con un cohete estrellándose en su ojo, a los niños sobre la pista de la verdadera identidad del Papa Georges de Isabelle: ni más ni menos que Georges Meliés. ¡ Y se hace la magia! ¡Y llega la felicidad, llega la emoción! Porque llega el cine: las grandes imágenes, las grandes escenas, las grandes caras de los primeros años, y Chaplin, y Keaton y Griffith y ….
Y estas secuencias maravillosas de recuerdos de Mama Jeanne Meliés (Helen McCrory): como filmaban. Este trabajo artesanal, poético, hecho de piezas y pedazos, con astucias, trucos, humos y dragones, cartones. En un gran invernadero, con paneles de tela blanca, movibles para cambiar la luz. En un ambiente de placer, de felicidad.
Y la proyección que hace René Tabard (Michael Stuhlbarg) (personaje que por cierto nunca existió, y tampoco existía una "Academia del Cinematógrafo" en los años 30. Pero se uso una magnifica biblioteca muy parecida a la Bibliothèque Sainte Geneviève en Paris), autor de un libro sobre los primeros cineastas, de la única película conservada, en el salón de los Meliés, a escondidas del maestro, tiene todo el encanto del cine de antes, cuando el proyector y las bobinas girando hacían ese ruido tan particular. Porque todas las tecnologías, y las dimensiones, tercera o cuarta que le puedan agregar para proporcionarnos proyecciones perfectas, no podrán nunca remplazar el murmullo de un proyector, para los que, no hace tanto tiempo, cargaban maletas con grandes carretes en sus cajas metálicas plateadas. Porque el amor al cine pasa por la emoción de ver, de tocar un objeto: una cámara, la caja de una reliquia como El Viaje a la luna (Meliès - 1902), o La entrada del tren en la estación de La Ciotat (Lumière- 1896).
La última escena, gran fiesta en casa de los Meliés, es un final bastante tonto, para enseñarnos a Meliés rehabilitado, reconocido, por fin famoso. Final feliz cuando lo que queremos es quedarnos en el sueño, en la imaginación, en el arte. Y caemos en lo domestico: casa, fiesta, platicas, de personajes como cada uno de nosotros…
La empresa de Scorsese, bastante coja en su intención, lo es también en su realización. No supo equilibrar el tiempo entre sus dos temas. La estructura está mal pensada. En realidad, desde el principio el proyecto estaba mal diseñado. En lugar de gustarles a todos, tomó el riesgo de decepcionar a cada uno.
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