Una interpretación remarcable de Catherine Frot para este personaje, inspirado de un caso real, de mujer apasionada de canto y convencida de su talento, a quien nadie quiere desengañar.
Ficha IMDb
En los años veinte en Paris y cercanías, Marguerite Dumont (Catherine Frot), dotada de una fortuna inmensa, tiene una pasión, igualmente inmensa, para la música y el canto. Se produce frecuentemente frente a un círculo de amigos, para funciones benéficas. El problema es que canta terriblemente desafinado y que nadie se atreve a decírselo. Mientras todo se desarrolla entre conocidos y servidores de la inmensa mansión, no pasa nada. El día en que “canta” el aria para soprano coloratura de La reina de la noche en La Flauta encantada de Mozart, un joven periodista, Lucien Beaumont (Sylvain Dieuaide) escribe un artículo a doble sentido en un diario parisino. Ese día, las cosas empiezan a complicarse.
Y cuando Marguerite, alentada por la conspiración del silencio que la rodea, decide presentarse frente a un verdadero público, la situación se pone muy seria. Todos tratarán de hacerla renunciar a su proyecto. Algunos por piedad, muchos por miedo a que sea revelada su propia hipocresía. Hasta el gran Atos Pezzini (Michel Fau) el profesor que quiere contratar para sus ensayos, después de horrorizarse al oír a la cantante, acepta el chantaje que le hace Madelbos : necesita el dinero para mantener a su gigolo, su mujer Barbosa y su pianista sordo.
La historia es totalmente absurda, enorme, y sin embargo pasó realmente: Florence Foster Jenkins , pseudo cantante gringa ( 1868-1944) , dio su primer, y ultimo, concierto publico nada menos que en el Carnegie Hall. A diferencia de sus amigos, los críticos dijeron la verdad. Ella murió dos días después de un paro cardiaco en una tienda de música. Por cierto, pronto saldrá la película de Stephen Frears sobre ella, con Meryl Streep y Hugh Grant.
El personaje es ridículo, patético, al mismo tiempo que divertido y conmovedor. Marguerite es una mujer profundamente generosa. Convencida que tiene un talento, está dispuesta a ponerlo al servicio de todas las causas que le pidan ayudar. Además de ofrecerlo como un regalo a su esposo Georges (André Marcon), a quien ama, en silencio, porque sabe que él se casó por amor a su dinero. El trajo el título de nobleza, la convirtió a condesa y ella le proporcionó los medios económicos para vivir todas sus locuras. Pero sobre todo, Marguerite tiene un amor apasionado por la música. Es su razón de vivir, su amor supremo, su adoración. Y es conocedora, ha leído, ha escuchado. Ella no es ninguna farsante. Se toma muy en serio lo que hace.
Marguerite Dumont canta mal, los oídos de los asistentes, en la cinta, y en la sala de cine, sufren. Todos tienen ganas de callarla. Pero ella sigue, convencida de tener la razón. Y, en la presentación pública, se producirá, por espacio de un muy breve instante, el milagro: Marguerite canta maravillosamente unos compases de “Casta Diva” de Norma. Y cae, tosiendo sangre.
Catherine Frot sabe dar a su personaje una consistencia indiscutible: es cómica, es ridícula, es admirable, es generosa, es elegante, es digna. Es un personaje romántico, en todos sus excesos.
La descripción de la sociedad es mordaz: toda esa gente, culta, pretende no darse cuenta de que la cantante canta mal. Se puede entender de los servidores, que podrían perder su trabajo. El esposo, en complicidad con el mayordomo negro, Madelbos (Denis Mpunga) manda cantidades de flores, pretendiendo que provienen de admiradores.
Pero los jóvenes artistas que asisten a su concierto y deciden utilizarla para un espectáculo surrealista, llevan la mentira a un nivel fuera de proporción, porque sale del ámbito familiar. Pero ellos tienen su propia meta : poner al desnudo las ridiculeces, las complicidades e hipocresías de una sociedad que, según ellos, vive encerrada sobre calores culturales que ya no tienen relevancia, sobre todo después del drama de la primera guerra mundial. Ellos son los que ponen a Marguerite sobre el camino de una presentación pública. Entre los dadaístas, es fácil reconocer en el artista Kyrill Von Priest (Aubert Fenoy) a Guillaume Apollinaire, con su falso nombre, sus poemas en forma de dibujos, y sus actitudes provocativas. Ahí está l’avant-garde parisina, la misma que Woody Allen trató de presentar con nostalgia en Midnight en Paris.
Toda la reconstitución de la época es magnifica, desde los muebles, los interiores, los coches, la vestimenta. Y la organización de la narración en cinco actos, como una tragedia, cada uno con su título presentado en interfectos, como las películas mudas de la época, nos da a entender que, desde el principio, ya está definido hasta donde se dirige la historia. Un destino se está contando porque ya está escrito. Todo tiene sentido, nada se va a desarrollar al azar de los encuentros.
Que Marguertite sufra de un trastorno mental, tal vez de mitomanía, es probable. Que se celebre un culto a sí misma, con la serie de fotografías que hace Madelbos, es indiscutible. Él la retrata con talento y religiosidad, en todos esos grandes papeles que ella hubiera querido interpretar y que, al final de su vida, pensará haber realmente interpretado: Carmen, la Walkyria, Madame Butterfly. El estilo de las fotos, también, ancla a Marguerite en una realidad de una época precisa, al mismo tiempo que su teatralidad la sacan de toda vida real y la propulsan a un mundo ideal, donde los seres humanos se vuelven artistas y, por ende, escapan de la mortalidad.
Pero Marguerite es también víctima de una pasión amorosa no correspondida. Al final de su estancia en la clínica, todo se esclarece, y ella logra, finalmente, una muestra de amor de parte de su esposo, quien se ha dejado, finalmente, conmover. Este encuentro apasionado, será inmortalizado en una fotografía sublime.
Una gran historia, una gran realización. Y una interpretación aún más grande.
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