Spoiler Alert

Mas que una invitación a ver, o no ver, una cinta, buscamos entablar un dialogo que enriquezca la experiencia cinematográfica. Asumimos que quienes lean un artículo han visto ya la cinta: no podemos discutir sin revelar el final. Si la película te interesa pero no la has visto, mejor para ti, y para todos, que regreses después de verla. Así la discusión es más a gusto.

Sunday, July 27, 2014

La Marquise d’O. (Eric Rohmer, 1976) – 7.5/10

Adaptada de la novela corta de Heinrich von Kleist, autor alemán del siglo XVIII, esta cinta muy literaria de Rohmer, retoma todos los aspectos de la época romántica. Grandes declaraciones; espíritus nobles; familias unidas; expresión, para nosotros, exagerada de los sentimientos. En un ambiente de pinturas de la época, con todo el patetismo que acostumbraban Greuze, Füssli, Caspar David Friedrich.  Y la pureza de líneas de David. . Prix Special du Jury en Cannes 1976.

Romántica ficha IMDb 

La Marquesa de O, Julieta (Edith Clever) viuda y madre de dos hijas, se ha retirado a vivir en casa de su padres, el Coronel Lorenzo von G. (Peter Lühr), responsable de la fortaleza de M. en el norte de Italia, y su esposa, la Coronela (Edda Seippel ) , donde vive también su hermano (Otto Sander) .

En 1799, durante la campaña de Souvarov, las tropas rusas entran a esta zona de Italia, y  asaltan la fortaleza. Mientras los hombres se defienden con honor, las mujeres y niños huyen para esconderse. Paro la marquesa es atacada por los soldados. En el momento cumbre, llega el Conde F. (Bruno Ganz) a protegerla. La lleva con sus sirvientas, quienes le dan una infusión de amapola para calmarla. Siguiendo el código de honor entre nobles, los rusos dejan al Coronel en libertad y dejan la ciudad antes de que la Marquesa y su familia hayan podido agradecer al salvador. Poco después, corre el rumor que se ha muerto de una herida. 

Sin embargo, unas semanas después, este aparece de repente en la casa familiar y sorprende a todos con una extraña solicitud: quiere casarse con la Marquesa, y exige una respuesta inmediata, antes de irse en una misión a Nápoles. Como la familia y la marquesa piden un tiempo de reflexión, él prefiere abandonar su misión, con el riesgo de perjudicar su brillante provenir militar, y quedarse a esperar. Después de muchos razonamientos y reflexiones, se le dan algunas esperanzas y se va, feliz, pensando volver en unas 6 semanas.
Pero la Marquesa resiente extraños malestares y, si no supiera que esto es imposible, pensaría que está embarazada. Cuando un médico, y después una partera, le confirman que esta perfectamente bien de salud, y embarazada, rechaza con horror este idea. Su padre la fecha de su casa, pero quiere que las niñas se queden. La marquesa decide asumir el embarazo y la educación de sus dos hijas, y vivir sola en su propia casa en el campo. Publica un anuncio en el periódico, donde “sin saber cómo, en la espera de un feliz acontecimiento”, pide al padre que se presente, y promete casarse con él. 

La madre infringe la interdicción paternal y va, con un extraño ardid, convencerse de la inocencia de su hija. Obligará al Coronel a recibir su hija de vuelta y a solicitar su perdón, en una escena muy lagrimosa y cercana al incesto. 

Finalmente, el día estipulado en el anuncio, el conde F. se presenta, para escándalo y rechazo determinante de la marquesa, satisfacción del hermano, aceptación de los padres. 

Rohmer no hizo casi ninguna modificación a la novela corta de Heinrich von Kleist, y quiso hacer solamente una dirección escénica, como si se tratara de una obra de teatro. La única modificación es sin embargo importante: en el texto, el conde viola a la Marquesa cuando esta está fuera de conocimiento. 

El texto es muy de su época, el romanticismo alemán naciente, por sus ideas, sus situaciones patéticas, sus sentimientos expresos con exageración, y sus reflexiones muy estructuradas, servidas por el idioma alemán y la rigidez de su sintaxis. Oraciones largas, que siguen el flujo de los pensamientos en todos sus matices, la evolución de los sentimientos, que se confrontan con las consideraciones realistas. 

Rohmer presenta escenas “de género”, como se apreciaban en esta época. Con pocos movimientos de cámara, dispone a sus actores para que actúen en un cuadro de composición perfecta, con movimientos y gestos que parecen la reproducción de cuadros famosos. Cada cuadro se cierra lentamente en una disolvencia negra. Un ritmo se impone, lento, que permite pensar, asimilar lo que los personajes están viviendo. Rohmer nos lleva literalmente a otra época, una época que vive, piensa y siente como ya no lo hacemos. Se deja guiar por los testimonios de la época: pinturas y literatura. Confía totalmente de las artes para transmitirnos un momento en la historia de  las ideas y las sensibilidades. La escena de reconciliación entre Julieta y su padre podría parecernos fuera de lugar: esta joven marquesa, sentada sobre las piernas de su padre que la abraza con pasión y la cubre de besos es totalmente fiel al texto de Kleist:“posaba sobre su boca largos besos ardientes y ávidos como un verdadero enamorado”. Pero sobre todo, es fiel a cuadros familiares, cargados de lecciones morales, de Greuze, esos que Diderot describió y alagó en sus artículos de crítica. Pensemos en el retrato de Madame Récamier por David (1800), en La Pesadilla (1782) de Füssli, literalmente copiada con el sueño narcótico de Julietta después de la batalla. Goya está presente en el asalto de los soldados. 

Y todo eso, sin ninguna música que venga a perturbar esta belleza visual y textual. 

El sentido del honor es primordial. En la guerra, hay reglas que se deben de observar, tanto en la organización de los combates, que en la redición de los vencidos. Honor aristocrático que hacen  los enemigos más cercanos entre sí, que de los soldados de la misma nacionalidad. Estos no pueden dominar sus impulsos, como lo muestra el desorden de los cinco violadores encimados sobre el cuerpo de su víctima. Lo único que pueden producir son ruidos animales, muy lejos del lenguaje articulado de sus superiores. 

El honor es también familiar: un padre no puede aceptar bajo su techo la presencia de una hija desvergonzada y mentirosa. 

Las reacciones de la marquesa sobre su embarazo, su inocencia pueden sorprender, ya que ha estado casada y tiene dos hijas. Ella misma dice que todos los malestares le recuerdan su segundo embarazo. Sin embargo, los conocimientos médicos, sobre todo en las mujeres, estaban muy limitados, y puede creer de la misma forma en un embarazo “inmaculado” (le pasó a la Virgen María, lo es obligado creer como real) o una concepción en sueños. Lo que nos remite a la versión de Kleist : inconsciente o dormida, el embarazo de una mujer es en realidad la realización de un deseo oculto, reprimido. Una idea que le gustaría a Freud. Pero pensemos también en Las afinidades electivas (1809) de Goethe (misma época que Kleist) donde el hecho de pensar en un hombre amado mientras se tiene una relación con el esposo provoca que el bebe se parezca al amante mental. 

El romanticismo, esta “poesía nacida de la caballería y del cristianismo “se manifiesta también en el personaje del Conde, este caballero que surge en defensa de la damisela en apuros, y la salva de la chusma. Este hombre a la trayectoria impecable, que se presenta a la familia como alguien que nunca ha cometido acción sucia, salvo una sola infamia, misma que está a punto de corregir. Su urgencia a obtener una respuesta de la familia proviene de su deseo de reparar, redimir, su culpa, en una necesidad profundamente cristiana y a la vez de honor aristocrático. 

Esta infamia, la presenta bajo la metáfora de cisne, que cuenta a medias en la primera cena, y completará al final dela historia: el cisne Thinka, que de niño jugo a ensuciar con lodo, y que se hundió en el agua para salir más inmaculado que antes. Otra imagen simbólica que le gustaría a Freud. Pero recordemos que el cisne es el animal preferido de Lohengrin, en la obra de este gigante post romántico alemán que es Wagner. 

El Conde es también un personaje romántico en el sentido que su amor inmenso es tan paciente que deja a la Marquesa dueña de él. Esta dispuesto a soportar el rechazo y esperar el tiempo que ella le querrá imponer. Acepta inclusive la injusticia, porque con  ningún otro hombre ella sería tan cruel.

Las mujeres en esta historia, a pesar de parecer dominadas por las reglas masculinas, saben muy bien tomar sus decisiones. Julietta se niega a dejar su hijas a sus padres, se va con ellas, asume su educación (es cierto que tiene el dinero que le dejó su esposo y su vida es materialmente fácil), no trata de esconder su embarazo. Es más, lo hace público al buscar por ella misma el padre de la criatura. Su madre también, al seguir sus sentimientos maternales, desobedecer las órdenes del Coronel, y reconciliar, en una escena memorable, padre e hija. 

Todos los personajes, mucho más complejos y profundos que la superficie impecable, controlada, que presentan, están magníficamente interpretados por actores alemanes. Bruno Ganz se parece a Bonaparte joven, con su pelo lacio cayéndole sobre la nuca. Edith Clever tiene la elegancia noble y la fragilidad de las pinturas neoclásicas, ayudada por los pliegues de las telas ligeras, parecidas a túnicas griegas. Rohmer escribió y dirigió personalmente el doblaje en francés, escogiendo grandes actores de teatro: Marie-Christine Barrault presta su voz firme y suave a la Marquesa, Suzanne Flon a su madre, Feodor Atkine al Conde. 

Por cierto, reducir los nombres de los personajes  a su  letra inicial era costumbre en las novelas de la época, para hacer creer que se respetaba el anonimato de una persona real. Pero se precisaba el título en la jerarquía social, afín de mostrar su nobleza de carácter. 

Queda al final, el epilogo enigmático de Kleist: “Y desde entonces, siguió todo una serie de pequeños rusos…” ¿Numerosos hijos de una pareja feliz? ¿Amantes de una marquesa ligera?

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